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El misterio de la sal rosa

La ética, humanismo y responsabilidad son nuestros Valores Universales que, en el entendido del ser humano, permeamos en todas las decisiones, pensamientos y acciones que se desprendan o den origen a cualquiera de las actividades de investigación documental o bibliográfica.

La investigación gastronómica es un oficio que está en continuo diseño y evolución. La mayoría de las veces esta actividad es un puente entre diversos sectores interesados (profesionales o amateur) para que la información pueda circular libremente y con esto la posibilidad de generar nuevas vetas de conocimiento que desemboquen en creatividad culinaria o teórica.

Desde hace un par de años, existe una necesidad imperiosa -unas veces válida y conciente y otras desmedida y poco responsable- por la difusión, consumo y distribución de productos considerados originales mexicanos. El destino son los cocineros mexicanos que conforman una élite reconocida globalmente por su accionar fundamental en el desarrollo y difusión de México como entidad culinaria mundial.

Dichos intereses -insisto en lo dicotómico de sus posturas- siempre desencadenan en un interés de los cocineros mencionados que, en busca de continuar su compromiso con el desarrollo gastronómico nacional, replican dicha información. Entre más pulida o fina sea la capacidad de mercadeo (marketing) de aquél que ostenta la distribución e incluso -y malamente dicho- el "redescubrimiento" de un producto, mayor es el impacto socia y comercial que pueden alcanzar.

En la época de las redes sociales, del tiempo real y de la mediatización del conocimiento, quien tiene la capacidad para invertir una buena cantidad de tiempo y dinero en esta actividad puede encontrarse con rentabilidad inmediata y, a veces, se puede construir un prestigio. Insisto en que depende finalmente de un contexto determinado, cuando existe ese contexto puede funcionar así aunque no siempre sea la forma más ética, humana o responsable.

ubicación geográfica de las reservas y las zonas de Celestún y Las Coloradas
Este es el caso de la sal de charca salinera de la región de Celestún en la península de Yucatán. La ahora famosa sal rosada. Que durante varios años había gozado de una ignominiosa posición dentro de la alacena mexicana debido a la falta de interés oficial, social y hasta culinario. Simple desconocimiento de un producto con más de 600 años de historia.

Celestún, ubicado al oeste de la Península de Yucatán a 180 kilómetros de la ciudad de Mérida, ganó fama desde hace décadas por sus rías o esteros que albergan a una de las mayores concentraciones de flamingos rosas en el mundo. Dichos esteros, hábitat de un ecosistema complejísimo de manglares, flora y fauna de proporciones bíblicas (muchas de ellas en peligro de extinción o consideradas en riesgo), reciben miles de turistas al año que viajan para conocer los asentamientos de dichos animales. Un atardecer en las aguas rosadas de Celestún, ver volar a los flamingos en el cielo y disfrutar de la calidez de la gente, en resumen sí es una experiencia.


Sin embargo, entre la orilla del mar y los esteros o rías existe una zona intermedia denominada charcas. Que es una franja de varios kilómetros de largo que incluye prácticamente a la última sección occidental de Yucatán y la primera parte del estado de Campeche. En dichas charcas, como en la zona de la ría, crece la artemia salina un crustáceo diminuto de color rosado intenso que además de colorear de rosa el agua y la arena cercana a los árboles de mangle, otorga a los flamingos su típico color.

Es sobre esta zona de charcas en donde se desarrolla una industria salinera cuyos registros arqueológicos podrían estar fechados incluso anteriores a la llegada de los españoles, es decir, durante el periodo clásico tardío. De acuerdo a La Sal en México II de Juan Carlos Reyes G., hay incertidumbre sobre la fecha exacta de explotación máxima de esta zona salinera debido a que ha sido complejo determinar la existencia de restos prehispánicos porque incluso los mismos españoles encontraron en desuso buena parte de la región salinera en Celestún. No así la región de Las Coloradas, al norte de la Península, que a la llegada de los españoles estaban dominada por los itzaes y producían mucha de la sal que se distribuía por el continente entero.

A pesar de este obstáculo de apreciación histórica, los españoles continuaron con la tradición de explotación de sal durante la época colonial, lo que convirtió a Celestún y a Las Coloradas en herederos vivos de muchas de las condiciones de trabajo de los reinos mayas. Si a ese contexto se suma la bien documentada circunstancia de esclavitud o semiesclavitud que imperó durante la dominación colonial en diversas zonas yucatecas, resulta una fórmula fácil de advertir: casi 350 años después (a inicios del siglo 20) los trabajadores seguían siendo los más desprotegidos de la pirámide social, casi esclavos, en condiciones infrahumanas de trabajo, con sueldos raquíticos y sin condición de progreso personal.

En la primer década del siglo 21 las cosas parecen no haber cambiado. Con la necesidad de poner luz en la diversidad de teorías generadas sobre el origen, proceso y destino de la sal rosa de Celestún, hicimos una visita a la zona para identificar, sin otro fin más que el académico, las condiciones reales de este producto que está causando revuelo entre muchos miembros de la élite gastronómica mexicana.

Jorge Cruz, pescador de oficio, experimentado guía de turistas y actual encargado de la oficina de turismo del municipio de Celestún, fue un extraordinario aliado en la comprensión de la realidad que impera en la zona. De acuerdo a Cruz, las charcas salineras son zonas consideradas como el último espacio donde cualquier celestunense iría a trabajar, ya que tanto la paga como las condiciones generales para desempeñar la actividad son casi inhumanas. Muchos de los jornaleros provienen de estados como Campeche, de poblaciones cercanas a Celestún con menor acceso económico que los pescadores o gente de otros pueblos que saben, por oídas o por testimonio de alguien cercano, que esa es una fuente de trabajo segura, malpagada, pero segura. Pareciera que es más difícil tomar la decisión de trabajar en una salina que migrar ilegalmente a Estados Unidos. 

Yucatán no es Michoacán, no es el centro de México que tiene relativamente más sencillo el acceso a Estados Unidos como opción primaria para mejorar las condiciones de vida. Parece que en la península el destino fueran las salinas.

Las condiciones para acceder a las charcas e iniciar el recorrido son complicadas. Primero por las condiciones climatológicas que imperan, luego porque la entrada se realiza entre una sección de la ría donde los botes pesqueros y turísticos encayan esperando las faenas y luego porque una de las teorías populares es que en esa zona se realiza el almacenaje de grandes cantidades de pepino de mar, un molusco invertebrado cuya extracción y comercialización es ilegal a excepción de dos semanas al año (para este 2013, las dos primeras semanas de abril).

Cruzado este transe que puede tener tintes de tensión entre los locales y foráneos, se accede inadvertidamente a la zona de charcas. Un camino que divide a la derecha e izquierda franjas completas de asentamientos acuosos, y a las orillas montañas de sal que parecen dunas blancas. Acumulación de toneladas del mineral resultado de casi un año de trabajo. 

El funcionamiento de la charca es sencillo. Los trabajadores tienen que mantener "llena" de agua de lluvia la charca sin provocar un excedente que pueda ahogar a la región. Más de un metro de profundidad puede ser riesgoso. Luego a esperar que el intenso sol yucateco haga su labor de evaporación para así concentrar la sal en el agua restante. En algunas zonas de baja profundidad cuando el agua está casi evaporada en su totalidad se genera algo denominado espuma de sal o espuma de mar conocida en otros países como flor de sal. Esta sal hojuelada, ligera y de textura húmeda es considerada premium. Sin embargo, para los salineros la extracción de esa o de cualquier otro tipo (molida o en grano) no repercute en ganancias sustanciales. Parece ser que en las charcas salineras de Celestún el trabajo siempre es mucho y la paga siempre poca.

El sistema de extracción más que una alegoría de lo artesanal -y la postura académica exige el abandono de romanticismos mercadológicos sobre el término artesanal- es un recordatorio de que en algunas partes de México pareciera que los tiempos de progreso no han llegado. La jornada inicia alrededor de las 4 de la madrugada (para evitar el contacto directo con el sol de mediodía) cuando los trabajadores se sumergen en una charca que puede alcanzar en promedio un metro de profundidad de un agua extremadamente salina. Para protegerse no hay más que una bermuda y en ocasiones sandalias de plástico que son roídas por la acción de la sal.


Cabe el comentario personal que al sumergir mi mano en el agua, la piel de inmediato percibe la alta concentración salina, se escose y deshidrata, y potencializado por el intenso sol, el ardor una hora después era incontrolable. Solo un pequeño recordatorio de lo que tienen que pasar incluso algunos niños al momento de integrarse a las filas laborales de la zona. Reconozco que mi piel no está acostumbrada al contacto de agua marina, pero aun los nacidos en la región seguramente tendrán alguna reacción contraria.

El rito de cualquier salinero inicia al atarse en la cabeza o espalda un mecapal o sistema prehispánico para cargar grandes bultos o pesos mayúsculos. En algunos casos son artefactos de madera y henequén al mero estilo maya, en otros son grandes tinas o botes de plástico cortados y amarrados con mecetas para arrastrar buena cantidad de suelo sumergido por el agua de concentraciones salinas mayúsculas. El resultado de ese arrastre es colocado en montículos que se crean a un par de metros de la orilla de la playa, que varios meses después de repetir la misma actividad se convierten en las dunas que comenté hace unos párrafos. 

La tarea de extracción termina alrededor de 5 horas después, justo cuando el sol mañanero comienza a despuntar a su máximo esplendor. Pero en los primeros meses del año comienza el proceso de molienda, empacado y envío a los centros de distribución. Otras 5 horas de trabajo a pleno rayo del sol para palear, mole y empacar la sal. Muchas veces descalsos sobre la arena cubierta de sal, y siempre sin protección ante el polvillo finísimo desprendido por la molienda in situ.

Se empaca en costales de 50 kilogramos y se espera a que los camiones recolectores lleven a diversas bodegas en Celestún las toneladas de insumo que tendrán diversos fines. El destino de casi todo ese producto es incierto para quien lo extrae, pero de acuerdo a testimonios locales mucha de ella se envía a lugares tan remotos como Salina Cruz, Oaxaca, para ser procesada y empacada como sal de dicha región. Otra se somete in situ a procesos de secado y refinado para su posterior comercialización como sal de mesa por muy pocos pesos el kilo. Todo depende de la inversión del dueño de la empresa, las necesidades económicas urgentes y la cantidad de producto extraído.
 
El trabajo anual para cualquier jornalero es el de la naturaleza supervisada por el hombre: proteger los nuevos montículos, rellenar las charcas, y durante algunos meses del año la molienda y empacado del fruto de un año de trabajo. Cubrir con mantas de henequén o plástico en caso de lluvias que atenten con barrer con el trabajo de varios meses, verificar que el sol deshidrate la última parte de la humedad para que la sal tenga más concentración mineral que acuosa, y en su caso remover los montículos para mejorar la capacidad de deshidratación, recorrerlos por las noches para evitar el robo hormiga son actividades que velan por el negocio de un patrón ajeno a los trabajadores y que se convierte en un modo de vida que pocos celestunenses quieren por la poca paga y esfuerzo interminable.

Tras recorrer un par de kilómetros con el mismo escenario, Jorge Cruz y yo pudimos evidenciar que las condiciones no cambiaban. Sólo los montículos se hacían más grandes, síntoma de un trabajo más intenso. En algunas secciones nos encontramos con brechas que parecían caminos clandestinos usados por los que distribuyen pepino de mar con ganancias ilegales millonarias. En una de esas secciones identificamos a un grupo de jornaleros con maquinaria más sofisticada, con un camión de carga más grande y con una capacidad de procesamiento que se observaba más grande. El destino era una de las bodegas más grandes en Celestún. Cuyo propietario es reconocido como uno de los más grandes salineros de la zona y que ha mantenido vivo este negocio.

Y así seguía el camino de ambos lados de la salinera, que se extendía por varios kilómetros más. Muestra inequívoca de que las condiciones no se alteran, solo podrían agravarse o diferenciarse ligeramente solo en el instrumental utilizado y la cantidad extraída, pero la condición no cambia.


De regreso y casi al llegar al mismo lugar de entrada a las charcas, topamos con un grupo de trabajadores de un montículo más pequeño. Un grupo de casi 10 personas paleando, moliendo y empacando. Amablemente hicimos las presentaciones y me dejaron unirme al grupo de trabajo.

Estuve casi 45 minutos acompañándolos. En ese tiempo aspiré una cantidad de sal tan grande que por las siguientes horas tuve una respiración descontrolada, sentí los pulmones secos, y el tracto respiratorio ligeramente deshidratado o reseco. Muchos litros de agua me sirvieron para poder contrarestar el efecto. Sinceramente no quiero imaginar a quienes llevan haciéndolo durante varias horas al día por varios años, sé que estarán acostumbrados pero no deja de ser poco humano este tipo de trabajo.

Si hubiera querido comparar un costal de 50 kilos de sal pude haber pagado 50 pesos. Sí, a un peso el kilogramo de sal comprado en el sitio. Comprado en alguna de las bodegas tal vez el precio aumentaba alrededor de 15 o 20 pesos más por costal de 50 kilos. Tal vez 1.50 pesos por kilo. Y sin embargo no es posible determinar cual sería el costo real por kilogramo si se consideran las condiciones laborales de quien la extrae. 

De acuerdo a resultados recientes de una investigación realizada en la comunidad de IXIL, Yucatán, que es famosa por las cebollas cambray de tipicidad gustativa única, el costo por kilogramo de la mayoría de los productos de la tierra mexicana están infravalorados en 2/3 partes del costo que debieran tener. Es decir, el costo actual por kilo corresponde a 1/3 parte de lo que podría costar. La clave está en que los trabajadores de campo (o mar) no consideran la hora-hombre como parte inherente al costo. Por el contrario, su trabajo es el que casi nunca cobran y solo consideran costos de producción, extracción o mantenimiento de la tierra, pero jamás el costo de hora de su trabajo invertido en eso.


Los cálculos serán arrojados en otro documento, sin embargo, se puede asegurar que todas los operaciones se hicieron con base en el salario mínimo vigente del estado de Yucatán, y de acuerdo a testimonios de una mayoría representativa de los habitantes de la zona de IXIL.

En resumen, las condiciones de Celestún no son diferentes. Cambia el suelo donde se trabaja, pero las condiciones siguen siendo las mismas. En muchos casos las marcas, empresas, fundaciones, individuos o grupos que buscan "mejorar" el precio de un producto con tal de que se movilice no son bien pensadas, son poco responsables o llegan a ser dramáticamente contrarias.

Para que este tipo de proyectos funcione, no basta con incrementar un precio de venta solo porque sí o incrementar la demanda desmedidamente con la creencia de que si producen más pueden ganar más. Por el contrario, se deben realizar estudios profundos sobre un estimado de aumento de precio asequible para todos los involucrados en la fórmula (productor, comprador y en su caso intermediario). Para todos tiene que ser un negocio sostenible, sustentable, y responsable.

En el caso de los intermediarios deben de tener conciencia sobre el producto que venden, cuáles serán las rutas de comercialización, y tener completo acuerdo, aprobación o mínima conciencia de dichos planes por parte de los productores a quienes siempre se expone como principal bandera para sostener una venta de este tipo. No se trata solamente de abanderar causas supuestamente nobles que velan una causa comercial, sino de hacer comercio con causa.



En México estamos a muy buen tiempo de comprender que esta vía puede ser una maravillosa estrategia de comercio rentable, y auténticamente justo para los productores. No se trata solamente de fotografías bien tomadas, de la creación de mitos alrededor de productos, ni de tácticas mercadológicas con altos presupuestos, sino de una auténticas estrategias de mercado que persigan además de un incremento natural del costo por kilogramo o unidad de cualquier producto un incremento natural de las condiciones de vida, trabajo y sucesión de aquellos involucrados.

La gastronomía mexicana está lista para encontrarse con estos proyectos. Todo aquello que se perciba que puede no cumplir con un escenario de auténtica responsabilidad puede comenzar a replantear sus decisiones. Los cocineros mexicanos estamos más atentos a esta circunstancia. Desde la investigación promovemos reflexiones continuas sobre la materia que pueden ser expuestas en foros nacionales y globales. La actividad para la difusión de este conocimiento inicia con este recorrido en Celestún.

Y así termina. Con sal en las manos escociendome la piel, con los ojos lastimados por el reflejo del sol sobre los montículos de sal. Con la conciencia de que este mineral refleja condiciones por debajo de las requeridas como mínimo para cualquier trabajo considero como digno. Cada kilo pagado a un peso es un recordatorio de que las cosas pueden ser mejor. Cada kilo de sal rosa no es una marca bonita, sino un sinfín de circunstancias sociales que pueden, deben y tienen que cambiar.

Así la investigación en Celestún. Así México y el inicio de este oficio gastronómico.















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